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Arenas movedizas para la acción humanitaria

Aitor Zabalgogeazkoa

Viernes 14 de marzo de 2008, por Revista Pueblos

Injerencia humanitaria. Derecho a la injerencia. Diplomacia humanitaria. Ejército humanitario... Nunca antes la acción humanitaria, neutral, imparcial e independiente por naturaleza y por definición legal, se había utilizado tanto en el discurso político y nunca antes se había pervertido tanto el concepto. Utilizada mucho más allá de la retórica: usada en beneficio de intereses económicos, manipulada como instrumento al servicio de la política, como elemento de una negociación, como herramienta de pacificación o como propaganda de una intervención militar. Pero apenas se habla de las consecuencias de estas estrategias para las poblaciones víctimas de las crisis y conflictos, a las que estas políticas, estas diplomacias, estos Ejércitos, dicen ayudar.

La acción humanitaria se ha convertido en la coartada perfecta en la estrategia post-11S, en la que se explotan sin tapujos traumas colectivos como el genocidio de Ruanda en 1994 o la matanza de Srebrenica en 1995 para justificar intervenciones de todo tipo cuya motivación real a menudo está muy lejos de ser el bienestar o la supervivencia de la población civil. Los países con poder de intervención o de influencia global muestran una sorprendente visión selectiva sobre qué conflictos merecen ser atendidos y superados y cuáles pueden seguir generando sufrimiento sin que sus poblaciones merezcan su preocupación “humanitaria”. Kosovo frente a Chechenia. Afganistán frente a República Democrática del Congo. Irak frente a Sri Lanka. Intereses de primera y de segunda, víctimas de primera y de segunda.

Bajo esa “obligación moral” de intervenir se esconden intereses que poco tienen que ver con la compasión hacia las víctimas de una crisis. De lo contrario, no tendría explicación el hecho de que esos mismos países que lanzan intervenciones en nombre de las víctimas no se molesten antes en cubrir los llamamientos consolidados de fondos presentados por Naciones Unidas para la protección de esos mismos civiles. Es una perversión más en un escenario en el que se violan constantemente las normas internacionales más básicas, como la obligación de respetar y proteger a la población, o de que las fuerzas militares se distingan como tales. Es todo el edificio legal del Derecho Internacional Humanitario el que está en juego, y, con él, el acceso a las víctimas.

2001. Afganistán. En mitad de esa contienda en la que el entonces secretario de Estado norteamericano Colin Powell ha definido a las organizaciones humanitarias como “multiplicadores” de la intervención militar, un equipo de Médicos Sin Fronteras (MSF) negocia con los líderes comunitarios el acceso al hospital de Panjab para restablecer la atención médica básica. Pero en el día acordado, nadie sale a nuestro encuentro. Nos cuentan que todos se han escondido al ver los vehículos blancos.

Falsos humanitarios

Sin embargo la población los conoce bien, llevamos dos décadas trabajando en el país. Según nos explican, el día anterior habían llegado otros vehículos blancos: los de un equipo de reconstrucción provincial (PRT) del Ejército neocelandés o británico, soldados sin uniforme pero armados (en clara violación de las Convenciones de Ginebra), que preguntaron por las necesidades de la población, y de paso por los movimientos rebeldes. Ni que decir tiene que, teniendo MSF el mismo aspecto que aquellos falsos humanitarios que decían estar allí “para ayudar”, perdimos la confianza de la población y nos costó varias semanas poder establecernos. Mientras tanto, teníamos que trasladar a heridos y mujeres parturientas al hospital más cercano, y muchos murieron en aquellas cuatro horas de camino infernal.

Operaciones como éstas o como las llevadas a cabo en los años noventa en distintos puntos del planeta en aplicación de la nueva doctrina de la “guerra justa”, como Sierra Leona, Timor Oriental y finalmente Irak, son el ejemplo perfecto de una actuación internacional ineficaz o directamente indiferente en las primeras fases de una crisis, que de repente se vuelve justiciera y mesiánica cuando se da la correcta combinación de alicientes políticos, económicos, diplomáticos y propagandísticos.

Tal ha ocurrido en Somalia, un país abandonado a su suerte y dado por imposible que, al convertirse en escenario de la “guerra contra el terror”, casualmente volvió a centrar la preocupación “humanitaria” de las grandes potencias. Por supuesto, después olvidaron verificar el impacto de la enésima conmoción político-militar en el día a día de una población ya al límite.

Justificaciones a medida

Y cuando esa salvación se escenifica ante la opinión pública, manejando conceptos como corredores humanitarios como los propuestos por Bernard Kouchner para la crisis de Darfur a través del Chad, llegamos al terreno del “todo vale”. La generosa oferta francesa de desplegar miles de soldados sobre territorio de una antigua colonia rebelde que está negociando mejor precio para su petróleo con China. El terreno de los soldados que reparten cuadernos a los niños y del lanzamiento de comida desde los mismos aviones militares que días antes arrojaban las bombas de racimo en Afganistán. El terreno en el que nadie, ninguna persona, es considerada un civil, como en Irak. Es cuando menos curioso que estos graves abusos del concepto del humanitarismo pasen desapercibidos, y sin embargo nos llevemos las manos a la cabeza cuando algún gobierno africano se atreve a pintar de blanco sus aviones militares.

También las consecuencias son las mismas: cada vez resulta más complicado desarrollar operaciones humanitarias independientes, o que sean percibidas como tales por la población, cuando el telón de fondo es la confrontación Occidente contra Oriente, Islam contra Cristianismo. MSF tuvo que abandonar en 2004 sus intervenciones más críticas como consecuencia de este juego de la confusión: Afganistán, tras el asesinato de cinco de nuestros compañeros en un contexto en el que las organizaciones humanitarias fueron asimiladas a los intereses americanos; e Irak, tras desaparecer el espacio neutral, con el intento de asociación de la acción humanitaria a la guerra contra el terrorismo. En ambos casos se había utilizado la retórica humanitaria para justificar la intervención, poniendo automáticamente en uno de los bandos a las organizaciones que trabajaban en el terreno.

Tampoco ayudan, obviamente, los discursos de oposición a la guerra que impregnan a muchas de las mismas organizaciones que después quieren realizar un trabajo neutral, que no lo es, y únicamente centrado en las víctimas (¿de qué bando?) en crisis complejas en las que los actores se multiplican y las responsabilidades se confunden.

Este acoso y derribo de la acción humanitaria independiente no sólo se produce en el marco de las nuevas guerras “por la paz y la seguridad”. También se practica la contaminación en nombre de grandes y loables principios, como la pacificación, la democratización, el buen gobierno, la reconstrucción o la estabilidad económica, legítimos, pero distintos. Es el llamado “enfoque integrado” que propone la Organización de Naciones Unidas (ONU), una apuesta por la coordinación a ultranza que sobre el papel parece todo beneficios, pero que aplicada en contextos de emergencia acaba dando prioridad a beneficios a largo plazo y subordinando a estos últimos la asistencia urgente para quienes sufren en el inaplazable “ahora”.

Ya en 2002 pudimos asistir a las consecuencias perversas de este tipo de “coherencia”, cuando Naciones Unidas condicionó el inicio de las operaciones de ayuda humanitaria al papel que se le dejara desempeñar en las negociaciones de paz en las zonas controladas por la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA) y los campos de reagrupamiento de civiles capturados por el Gobierno. Esta decisión política tuvo dramáticas consecuencias para poblaciones a las que la guerra había aislado ya durante años, y a las que varios meses más de abandono colocaron al borde de la hambruna.

Maquillando la ineficacia

La imposición de objetivos pacificadores o desarrollistas permite, por una parte, difuminar responsabilidades internacionales en desastres que podrían haberse prevenido o paliado a tiempo. Por otra, el mirar para otro lado sólo retrasa la resolución del problema. En Níger, la crisis nutricional de 2005 se veía venir desde finales del año anterior, pero el Gobierno, animado por los donantes y las agencias internacionales, insistió en la política de venta de alimentos a precios reducidos, aduciendo que el reparto gratuito rompería el mercado, un mercado inexistente en el que los clientes no pueden pagar por la comida. En MSF asistíamos perplejos a la enésima repetición de la vieja historia del perro del hortelano, que ni hace ni deja hacer, mientras las tasas de desnutrición se disparaban.

De paso, y como “defensa preventiva” de cara a la galería, se daba la explicación más fácil (y más cómoda para justificar ineficacias), la de los factores externos e incontrolables de la pertinaz sequía y la plaga bíblica de langostas. Esta sensación de inevitabilidad permitía maquillar la nefasta gestión de la crisis. Para cuando se aceptó el reparto de comida gratuita (MSF ya prestaba asistencia nutricional gratuita en sus centros desde el año anterior), la situación era insostenible. Resultado: sólo en los centros nutricionales de MSF tuvieron que ser atendidos cerca de 60.000 niños con desnutrición severa a lo largo de 2005.

Tras las elecciones de 2006 en República Democrática del Congo (RDC), parece que la comunidad internacional ha decidido olvidar que el Este del país sigue sumido en una profunda crisis marcada por periódicos estallidos de violencia, continuos desplazamientos forzosos y masivos, violencia sexual y falta de acceso para la población a los servicios de salud más básicos. Oficialmente, por el contrario, RDC se encuentra ya en fase de reconstrucción del país y del Estado, con la carga política que ello supone (por no hablar de la implicación empresarial, con sus propios intereses). Al igual que le ocurre al avestruz que esconde la cabeza en un agujero, la asunción de esta realidad errónea acaba retrasando la adopción de medidas decididas para acabar con la violencia.

Por otra parte, y para ser justos, no puede atribuirse la manipulación de lo humanitario exclusivamente a actores externos. El reciente caso del Arca de Zoé en Chad demuestra que las organizaciones de ayuda tienen también una responsabilidad que cumplir, y no se trata de proteger la pureza del concepto del humanitarismo, sino de velar por las poblaciones a las que éste sirve. Y flaco favor les hacen las iniciativas irresponsables, de motivaciones confusas, mesiánicas, superficiales o de tintes colonialistas y gran efecto mediático, que ponen en peligro el trabajo de las organizaciones y la seguridad de los que pretenden ayudar.

Ya es hora de que la acción humanitaria asuma cuáles son sus límites, por muy difíciles que éstos resulten de explicar a la opinión pública y, sobre todo, a los donantes. La acción humanitaria no toma partido, ni siquiera en contra de la guerra, ni tampoco es la salvadora de la Humanidad, ni tiene la responsabilidad de construir un mundo más justo. Eso es tarea de otros agentes sociales, entre ellos también los países miembros de la ONU que en 2005 aprobaron el principio de “Responsabilidad de Proteger”. Estas responsabilidades no se aprobaron para ser cubiertas por las organizaciones humanitarias con más tiritas y parches, se aprobaron para obligar a los gobiernos, y el compromiso político debe ir más allá de adosar la palabra “humanitaria” a cualquier iniciativa.

Mientras, las organizaciones humanitarias podemos buscar la forma de llegar a la población y aliviar el sufrimiento en el plazo más inmediato, desde la independencia y la imparcialidad, y en esta labor, en la que somos testigos incómodos, estamos acostumbrados a que la acción humanitaria sea negada o bloqueada. En el terreno sabemos manejarnos. A lo que difícilmente podemos acostumbrarnos es a la manipulación interesada. Estas son arenas movedizas que constantemente frenan nuestro avance hacia las víctimas de las crisis.


Aitor Zabalgogeazkoa es director general de Médicos Sin Fronteras. Publicado originalmente en el nº 30 de la revista Pueblos, febrero de 2008, Especial COOPERACIÓN.

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